jueves, enero 26, 2012


Habiéndose acostado con su mujer
Narración VIII - El heptamerón
[Cuento. Texto completo] Margarita de Navarra
Donde se habla de un sujeto que habiéndose acostado con su mujer, en lugar de con su doncella, envío allí a su vecino, que le puso cuernos sin que su mujer supiese nada
 
En el condado de Allez había un hombre llamado Bornet que se había casado con una honrada mujer de bien, cuyo honor y reputación tenía en gran estima, como creo que ocurre con todos los maridos aquí presentes con respecto a sus mujeres. Pretendía que su mujer le fuera fiel, pero no que la ley fuese igual para los dos, y se enamoró de la doncella, no teniendo más temor que no quisiera aquélla corresponder a su amor. Tenía este hombre un vecino con quien le unía tal amistad que ya lo habían compartido todo, excepto la mujer. El nombre de su vecino era Sandras y su oficio costurero y sillero. Por estos motivos de amistad le confesó los proyectos que tenía sobre la doncella, el cual no sólo lo encontró bien sino que quiso ayudar a llevar a buen fin la empresa, esperando tomar parte en el festín.

La doncella, presionada por todas partes, y viendo debilitarse sus fuerzas, fue a decírselo a su señora, rogándole le diese permiso para volver con sus padres, pues no podía vivir en este tormento. La señora, que quería mucho a su marido y que ya tenía sospechas, se alegró de haberle ganado esta ventaja y preparó a la doncella:
-Escucha, amiga mía, poco a poco id confiando a mi marido y dale seguridad de acostaros con él en mi vestidor, y no olvidéis decirme la noche que va a avenir, pero prestad atención para que nadie sepa nada.
La doncella hizo lo que su señora le había ordenado y el amo se puso tan contento que fue a decírselo a su compañero, el cual le rogó le reservase lo que le sobrara. Hizo esta promesa, y cuando llegó la hora, el señor fue a acostarse con la doncella como él esperaba. Pero su mujer, que había renunciado a la autoridad y a mandar por el placer de servir, se puso en lugar de la doncella y recibió a su marido, no como esposa, sino como joven extrañada, y tan bien lo fingió que su marido no se dio cuenta. No sabría deciros quién estaba más contento de los dos: si él de engañar a su mujer o ella de engañar a su marido. Y cuando hubo estado con ella salió de casa y fue en busca de su amigo, más joven y fuerte que él, y le dijo haber encontrado la mejor mujer que nunca viera:
-¿Recordáis lo que me habíais prometido? -dijo su amigo.
-Id pronto -dijo el señor-, no vaya a suceder que se levante o que mi mujer vaya a darse cuenta.
El amigo fue y encontró la misma doncella a quien el marido no reconociera. Ella, creyendo que era su marido, no lo rechazó; de suerte que él prefirió no hablar no fuera a ser descubierto. Permaneció con ella más tiempo que su marido, y la mujer se maravillaba, pues no estaba acostumbrada a tales noches. De todos modos tuvo paciencia, regocijándose sobre la escena que le haría al día siguiente y de la burla que iba a hacer de él. Hacia el alba el hombre se levantó y al separarse de la cama, jugueteando, le arrancó un anillo que ella tenía en su dedo y era el que el marido le diera en sus esponsales. Este anillo es para las mujeres del país motivo de superstición, y son muy honorables las mujeres que guardan el anillo hasta la muerte y, por el contrario, si por azar se pierde, la mujer es despreciada como si se hubiera entregado a otro que no fuera su marido. Ella sintió contento de que se lo llevase, pensando que sería testimonio seguro del engaño de que su marido había sido víctima. Cuando el amigo fue a buscar al marido éste le preguntó:
-¿Y bien?
Respondió el amigo que era de su misma opinión, y que si no hubiera temido la llegada del día se hubiera quedado allí. Y así se fueron los dos a descansar. Al día siguiente, al levantarse el marido, vio el anillo que su amigo llevaba en el dedo, igual completamente al que él había entregado a su mujer en señal de matrimonio, y le preguntó quién se lo había dado. Cuando oyó que lo había arrancado del dedo de la doncella se extrañó mucho y empezó a darse golpes con la cabeza en la pared diciendo:
-¡Ah, Dios mío! ¿Me habré hecho cornudo a mí mismo sin que mi mujer sepa nada?
Su compañero, para consolarle, le dijo:
-Puede ser que vuesa mujer le diera el anillo anoche a la doncella.
El marido corrió a su casa y encontró a su mujer más bella, más contenta y más radiante que de costumbre, contenta de haber podido salvar el honor de su camarera y de haber apurado a su marido sin perder nada más que el sueño de una noche. El marido, al verla de tan buen talante, pensó:
-Si supiera mi suerte no tendría tan buena cara.
Y hablando con ella de varias cosas, la tomó de la mano y notó que no llevaba el anillo, que nunca se quitaba. Entonces, con voz temblorosa, preguntó:
-¿Qué habéis hecho del anillo?
Pero ella, muy contenta de que él sacase esa conversación, le dijo:
-¡Oh, el más malvado de todos los hombres! ¿A quién creéis que se lo habéis quitado? Pensasteis que fue mi doncella, por cuyo amor habéis malgastado el doble de los bienes que habéis gastado en mí. Pues la primera vez que habéis venido a acostaros os he juzgado tan enamorado de ella que era imposible pensar en más. Pero después que salisteis y volvisteis a entrar parecíais un diablo sin orden ni medida. ¡Oh, desgraciado! Pensad en la ceguera que os guiaba a alabar mi cuerpo y mis carnes, de las que venís gozando vos solo durante tanto tiempo sin manifestar estimarlos. No es, pues, la belleza y las carnes de mi doncella las que os han hecho gozar placer tan delicioso; es el pecado infame y la horrible concupiscencia que quema vuestro corazón y que alteran vuestros sentidos hasta el extremo que por amor a esta doncella os trastornasteis tanto que hubierais confundido una cabra con sombrero con una joven bella. Hora es, marido mío, de corregiros y conformaros conmigo, sabiendo que os pertenezco y que soy una mujer de bien, seguro de que no soy una malvada. Lo que he hecho no ha sido más que para sacaros de un mal paso, para que a la vejez vivamos en buena amistad y reposo de conciencia. Pues si queréis continuar con la vida pasada prefiero separarme de vos que asistir cada día a la ruina de vuestra alma, vuestro cuerpo y vuestros bienes. Pero si os decidís a abandonar esto y vivir según la ley de Dios, olvidaré vuestras faltas pasadas como quiero que Dios olvide mi ingratitud de no amarle como debo.
El pobre marido se sintió desconcertado y desesperado al ver a su mujer, tan bella, casta y honesta, abandonada por una que no le amaba, y lo que era peor, haberla hecho mala sin saberlo ella y hacer partícipe a otro de un placer que no era más que suyo. Por estas razones se encontró a sí mismo cornudo con burla perpetua. Pero viendo a su mujer bastante atormentada con el amor que había demostrado a la doncella, se guardó muy bien de decirle la mala pasada que le había jugado y le pidió perdón con la promesa de cambiar enteramente su mala vida. Le devolvió su anillo, que pidiera a su amigo. Pero como todas las cosas dichas al oído son pregonadas algún tiempo después la verdad fue conocida y le llamaban cornudo, sin vergüenza para su mujer.
Un beso en Cilencio.

jueves, diciembre 22, 2011

WHITMAN


LA DE ARRIBA ES ALONDRA, UNA DE MIS SECRETARIAS
EL DE ABAJO ES WALT WITMAN

WALT  WHITMAN
Pauperrimo homenaje

Me celebro y me canto a mi mismo. Y lo que diga de mí, lo digo de ti, porque lo que yo tengo, lo tienes tú y cada átomo de mi cuerpo, es tuyo también.

Así comienza ese gigante, su poema máximo, Canto a mí mismo, donde  le canta al hombre, a la vida, por eso al dolor,  a la muerte, al drama de vivir, que es saber que se va a morir, y por lo mismo, se lucha como si fuera inmortal, y como si sus obras también lo fueran. Somos una pequeña cucaracha parlante, que tiene noción del peligro, y astucia para huir,  y esconderse en las oscuridades de la ignorancia, de la superstición, de la negación de la realidad,  de la religión, del trabajo, del juego, del amor, del arte o de la ciencia. Y fuerza para sobrevivir a los siglos, al dolor, a la lucha mortal, donde al final, perdemos siempre. Jugamos  a ser dios. Lo de dios, es con minúscula, y que levante la mano, quien vio al verdadero. Entonces quiero su relato pormenorizado, de sus cabellos, del tono de su voz, de su estatura, del color de sus ojos y la fuerza de su mirada. Quiero conocer las callosidades y cicatrices de sus manos de carpintero, si es Jesús, del tamaño de su abdomen, si es Buda, que no es Dios, pero se lo reverencia como si lo fuera. O de la Pachamama, quiero saber como es su peinado, si lleva trenzas y si usa faldas. Si él es Rá, no quiero verlo, porque el fulgor de sus rayos luminosos me cegaría. Y de Alá, me gustaría ver una imagen, aunque sea un mínimo boceto, para tener una idea del largo de su barba, y del color de sus ropajes.
Somos un pequeño insecto que utiliza instrumentos como la escritura. Y sí, somos parte de dios, porque cada parte de un átomo, es el átomo, y cada átomo, es el todo, que es eso que llaman algunos naturaleza, otros dios, con mil y un nombres distintos. Si soy hijo de dios, soy dios.
No soy culpable de mis actos, no los mal llamados buenos, no de los mal llamados pecaminosos. El pecado no existe, es sólo un modo de ver las cosas, de determinado punto de vista, como por ejemplo, el guerrero que liberó a una nación del poder de otra nación, es un héroe para unos. Y un rebelde, revolucionario, conspirador, sedicioso, terrorista, fanático, amotinador, subversivo o asesino para los otros. Y si hubiera perdido la guerra, sería tan solo cualquier adjetivo peyorativo que quieras utilizar. Y la llamada bondad, puede ser el resultado del terror al castigo, quizá divino,  por no hacer lo que sabes que los códigos de tu cultura, consideran negativo y dañino, apenas un pequeño acto de egoísmo, positivo y santo, si se quiere. Comprensible siempre.
Pero muchas veces la benevolencia es apenas un acto de cobardía lógica, en busca de los paraíso para los “buenos”, en quien es tan débil e ignorante, que no sabe de donde viene ni a donde va. Y mucho menos que es, ya ni siquiera quien es. Y menos cual es su destino, o cual es su misión en este pequeño largo y veloz sueño que llamamos existir. Por eso tu vida es un milagro. Y no todos los milagros son felices. También Pompeya y el Vesubio, juntos son un prodigio mágico, y Hiroshima es otro portento, ya vulgar porque se repitió y se puede volver a repetir en cualquier momento. Somos magia, como lo son las bacterias, de las que evolucionamos. Y ahora nos llenamos de orgullo por ser humanos y tener ¿alma?, siendo apenas una colonia de bacterias mutantes en distintas especialidades. Pero también tal vez el más inmenso milagro que existió.
 La  hormiga, el átomo y una galaxia también son prodigios, y no termino de asombrarme de todo. Y culmino  con algo más de Walt:
¿Qué me contradigo?
Sí, me contradigo. ¿Y qué?
(Yo soy inmenso…
Y contengo multitudes.)




viernes, diciembre 16, 2011

AMAR AL DOLOR



AMAR AL DOLOR       
 ELLA ES BLANCAFLOR, UNA DE MIS SECRETARIAS, ELLA ES MI FELICIDAD Y MI DOLOR.                                                            
Sufrir es feo. Chocolate por la noticia. Pero si esto es una verdad grande como el universo, ¿cómo hay montañas rusas, artículos para sexo masoquista, deportes como box, fútbol americano, rugby, turismo de aventura, montañismo, voluntarios para ir a la guerra,  kamikases, fumadores empedernidos, monjas de clausura, maestros vocacionales  que trabajan pese un sueldo miserable, madres solteras, médicos sin fronteras, fanáticos de equipos eternamente perdedores y demás fauna masoquista? No lo sé… me gustaría dilucidarlo, pero me imagino muy ardua la tarea. Quizás todo comience cuando en el colegio, nos pusieron por las nubes a los héroes de la patria. Y luego todos quisimos emularlos. Pero no todos los días hay un país para liberar, o una cordillera para cruzar con un ejército. Y muy pocos pueden imaginar siquiera, sin llegar a delirar,  llegar a gobernador, ya no a Presidente. ¿Qué puede hacer uno para compensar eso? Muy poco. Apenas algunas de las mini hazañas enunciadas antes.  Hay otra variante de masoquismo… a nadie le gusta pasar por una mesa de operaciones, ser asaltado, estar enfermo de algo feo o sucesos similares. ¿Y qué hacemos todos, una vez pasado algún tiempo de tan dolorosos sucesos? Recordarlos como los sucesos más  divertidos de nuestra historia. En esto hay una evidente intención de mostrar nuestro espíritu heroico. Se puede así, rememorar entre pullas y carcajadas, sucesos que maldito si en su momento nos arrancaron siquiera una sonrisita anémica. Cualquiera presenció duras disputas, dirimiendo con fiereza digna de mejor causa, quien la pasó peor en un accidente de autos, o quién recibió más puntos de sutura en una pelea a puñetazos, o quién  sufrió más en un parto. Esta es una teoría. Otra puede ser la certificación del hecho de ser el masoquismo, algo más que una enfermedad psíquica o un vicio con implicancias sexuales. Podría ser, siendo el mundo algo tan dramático, donde existe tanto dolor, enfermedad, muerte, violencia y tantas otras porquerías, que venimos a sufrir, como dicen los pesimistas. Y el placer, los goles de tu equipo y los besos de tus hijos o de tu perro, son nada más una especie de zanahoria puesta delante nuestra, para hacernos tirar del carro de la vida, con ingenuidad, para hacernos viajar a los golpes, en la carretera llena de baches demasiado profundos y llenos del sucio barro de la existencia. Pero no estoy seguro de este razonamiento. En realidad no estoy seguro de nada, ni siquiera de mi inmensa  inseguridad. Quizá el amor de mis mujeres, mi madre, mi esposa, algunas novias, mis nietas, sean un acicate para desearme gozar la vida, tantas veces como yo pudiera volver a vivir de nuevo.
Creo en algo distinto, que nos juega en contra, en la búsqueda de LA FELICIDAD. Esto nos hace, igual a los jugadores de fútbol, eternos perdedores de goles, por apresurados. Supongo que somos víctimas de nuestra estúpida y letal impaciencia. Y todas las cosas de la vida, tienen todo un intrincado, y muy laberíntico ritmo secreto, misterioso, sólo descifrable entre los dueños de la varita mágica de la serena paciencia, y de su magnífica hija, la sabiduría.  La tan ansiada felicidad, palabra sin verdaderos sinónimos, porque se le exige perfección -de otra manera los tendría, como prosperidad, fortuna, placer, alegría, comodidad,  optimismo, salud, placidez, abundancia, seguridad, júbilo, goce sexual- pero todos estas palabras son sólo eso, palabras. O sea puntos de vista. Y como todo lo de este universo, pasajero. Y LA FELICIDAD no es un lugar donde quedarse a vivir, ni siquiera a dormir una siesta. Es una especie de un motel para parejas, donde incluso, pero muy raramente, hasta pueden  estar varias personas juntas -aquí no importa ni el sexo ni la edad-.
 Es un camino a recorrer, andando en bicicleta, manteniendo el equilibrio, sin dejar de pedalear muy duro, aunque sea muy cuesta arriba y con viento en contra. Y esperar serenos, las caídas, pues ellas vendrán seguras, algunas terribles, otras suaves. Y es saber anticipar como cada uno de esos golpes, nos van a enriquecer. -Maldito ese enriquecimiento - dirá  usted.
-Para semejante fortuna, prefiero ser pobre -. De acuerdo. Pero no hay ninguna posibilidad de evitar este largo bicicletear por la vida. Y es de sabios, aprovechar todas las circunstancias encontradas a lo largo del camino, incluidas las terribles. Y  aunque lo  creamos muy  doloroso, nos olvidamos muchas veces de las infinitas probabilidades de ser felices habidas en cada minuto, en cada tramo. Podemos, según nuestros gustos, ver jugar a un niño o volar a una mariposa, darle una palabra de aliento a alguien necesitado de ella, dar o recibir un beso, comer un helado, hacer un gol, recordar algo placentero, ponernos un vestido nuevo... Como podrá apreciar, la lista es inagotable. Y esa es la FELICIDAD,  así con mayúsculas, en letras negritas, destacadas. No será felicidad algo al cual le pidamos algo muy difícil de mantener mucho tiempo. Ello nos provocaría  una perpetua desdicha, por el terror a perder la gloria  conseguida. En cambio es perpetua felicidad, saber atrapar todas las pequeñas felicidades que pasan volando cerca de nosotros, mientras nos encaminamos a encontrar LA FELICIDAD grande. Y sabiendo que  la grande, es la suma de las chiquitas, como los ladrillos construyen paredes y también palacios. Y OH, casualidad, son las  mínimas circunstancias cotidianas, las capaces de estar a nuestro lado a cada rato, en cada instante, todos los días de nuestra vida, como que nos sonría alguien, regalándonos la mágica cosecha de sus frutos, abonados por la inteligencia de saber darse cuenta de ellas.
Y volviendo al principio de nuestra charla, pareciera que la humanidad, amara al dolor. Le piden a los chanchos gordos que pesen poco. Se cierran los ojos frente a la realidad y se la ignora. Por eso se intentan solucionar los problemas, mediante el alcohol, cocaína, marihuana y las demás drogas, como dinero, poder, sexo desaforado. Nadie se equivoca a propósito, nadie se pega adrede en el dedo, cuando le apuntó al clavo. Sin duda se busca el éxito. Pero se lo suele buscar mal, donde no puede estar jamás. Es un problema de enfoque. Vemos lo que queremos ver, no lo que está delante de nuestros ojos.
No es masoquista nadie por vocación. Lo es por ver fracasar a los demás en su búsqueda de LA FELICIDAD,  por los caminos trillados, llenos de piedras.  Entonces hace la heroica. Busca, al ver que se acaba el tiempo y está perdiendo  nueve a cero, meter  diez goles, en dos minutos. Y por supuesto, sólo tira pelotazos frontales, nada del toque sutil de los grandes jugadores de la historia. Busca por cualquier lado. Se dice “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Pero olvida cuanto mejor es ir por un camino asfaltado, a ir por el barro, “haciendo caminos”, aunque esa autopista pueda llegar a conducirnos al infierno. Y todas las cosas de la vida, tienen un número secreto, un código hermético, al cual se accede con una única llave. La exacta. Y las ganzúas, solo las pueden usar los cerrajeros muy,  pero muy expertos. Y el tipo se equivoca una vez más. Se apresura. Y con la pitada final, como en el básquet, desde su aro, tira al otro aro, buscando el triple salvador. Pero eso es para  Michael Jordan, no para uno, que ni es negro, ni mide dos metros quince, y ni siquiera embocó un simple doble. Y para colmo, está en un potrerito embarrado, donde se juega al fútbol, con dos montoncitos de ropa como arcos.
Y LA FELICIDAD estaba ahí, donde no la supimos ver, y ahora sólo nos queda poder reciclarla, diciendo:-Bueno, que lindo pudo haber sido -, o -Que lindo fue.
Y lo peor, es que todos no solo quieren ser felices, sino mas felices que los demás.
Por eso, cuando vea a la próxima mariposa pasando cerca suyo, tenga a mano la red, para atrapar a las pequeñas felicidades, que siempre pasan... sólo hay que tener los ojos bien abiertos.
Un beso en Cilencio.



viernes, diciembre 02, 2011

CARTA A MIS GENITALES


CARTA A MIS GENITALES

Buenos aires, 3 de diciembre de 2011:
Queridos genitales míos:
Esta carta se las debía.
Toda la vida estuvimos juntos, en las buenas y en las malas. Amamos juntos, juntos gozamos. Juntos sufrimos la alegre y lujuriosa humillación de la masturbación,  y alguna vez de la impotencia. Pero nunca nos comunicamos de verdad.  Espero que lean con atención esta misiva. Sería más importante para mí, que para ustedes.
Millones de veces los acaricié y los disfruté. Otras tantas disfrutaron de tibias carnes femeninas. Sé que por eso, jamás me dieron las gracias. Tampoco expresaron ninguna clase de agradecimiento, ni siquiera con una tenue sonrisa, y sin embargo tienen una boca. Pero sé que lo disfrutaron a lo bestia. Y muchas veces debieron estar orgullosos de mí, como yo lo estuve de ustedes. Somos un equipo, yo pongo la técnica, voy llevando la pelota desde mi arco, y les doy el pase final, para que la empujen y la metan adentro, del arco…Siendo yo agnóstico, mil veces le di gracias a Dios, sea este como sea, por el momento que pasamos juntos ustedes, la mujer con quién estábamos y yo, compartiendo la idea de que la vida es dura, pero tiene momentos de maravillosa magia. Y esos ratos inefables, hacen que uno crea que vivir vale la pena. Que el amor o sólo jugar al amor, por un rato, nos hace sentirnos como  Dios, que somos parte de él, como los átomos son parte del Universo, y el Universo, es eso incognoscible que es Dios, o la creación, o como demonios quieran llamarlo los hombres…. Ser el Creador o quien nos permita eso tan maravilloso, esa borrachera de emociones centuplicadas, te inundan el alma de felicidad, más que momentánea, porque luego flota entre los recuerdos, y te hacen sentir que tu cuerpo es maravilloso, inefable.
Ese creer que la soledad en la que vivimos inmersos, se puede romper con solo desnudarse ante una mujer desnuda, es mágico. Y  al penetrar en los abismos de los sentidos, hasta que  la explosión final del orgasmo te vuelva a esa dura realidad diaria, que luego de ese instante es menos dura, y pasado un tiempo, mucho más dura, ya supera lo sublime.
Tampoco les agradecí, viejos compañeros  de placeres, por los favores recibidos. Claro, nunca antes de este instante, se me había ocurrido fijarme en lo paralelo de nuestra vida. Aunque hay una independencia terrible en ustedes. Pueden fallar cuando los necesito y pueden estallar en una erección terrible cuando quisiera demostrar indiferencia. O estallan antes de lo previsto y necesario, en un pequeño torrente humillante para mí y también para ustedes. A veces no quisiera que me tengan de  esclavo, sabiendo como luego de una limosna dulce de placer, podrían venir  terribles arrepentimientos, trabajos insufribles y lo que es mucho peor, el dulce y agrio sabor de estar creyendo que se ama a alguien, cuando es mentira. Les digo “creyendo”, porque nunca pude descifrar donde está la frontera exacta entre el deseo carnal, genético,  y hasta cultural, de eso que los hombres suelen llamar amor. Esto quizás sea una mezcla de deseo físico, cultura, acostumbramiento, ilusiones, miedo a estar solo, deseos de sentirse amado, de ser útil, de reproducirse,  de creer necesitar del otro lo que creemos no tener.  No sé cuantas cosas más, que podría sacar de mi cabecita con solo pensar un rato, pero no creo que hagan falta en esta carta. Esta es sólo un agradecimiento, un anunciarles  cuanto los quise siempre, un reconocer mi saber de cuanto me quisieron y me sirvieron, pero nunca antes se me ocurrió expresárselo. Quizás porque creí ser con ustedes una sola cosa, un solo cuerpo, una sola intención.
No sé si vale la pena darles las gracias a los gorditos por mi hijo. Es demasiado obvio. Y demasiado mágico para comunicarlo con palabras. Nunca voy a poder acostumbrarme a no asombrarme del tremendo, inefable y terrible milagro de la vida. Digo también terrible, porque para bien o para mal, la vida es inevitable  hermana siamesa de la muerte. Y la Parca me sigue molestando, torturando, asustando y un montón de “andos” más. La asumí algo en mi intelecto, hasta en mi emoción, pero no del todo. Me lleva la vida ir lográndolo. Y aún no termina el trabajo. Por desgracia no terminará jamás, ni cuando la huesuda diga: -Se acabó el tiempo que les presté, vengan conmigo-.
De cualquier manera, estoy demasiado orgulloso de ustedes. Me dieron la oportunidad de prolongar la cadena de la vida, en otro hombre más, del cual estoy muy orgulloso.
Por todo esto, no debe ponerse celoso el flaco. A él también lo amo, pero como siempre decimos de mamá y papá -a los dos los quiero por igual, pero son amores diferentes-.
Bien, lo esencial ya se los dije.  Lo demás lo iremos charlando en lo que resta del viaje juntos. ¿Saben cuantas veces los imaginé, y me molestó mucho la idea de vernos flojos, flácidos, vencidos? Bueno, no nos pongamos sentimentales y llorones, aún nos queda mucho por disfrutar juntos como buenos amigos, inseparables compañeros de ruta.
Siempre estuvieron en mis emociones y en mis pensamientos, pero luego de esta carta, siento que los voy a pensar diferentes. Es como un  hermoso cuadro que está en casa desde que yo era niño y de tanto verlo se le desgastó la hermosura. Ya ni lo miro, sino medio de casualidad o porque alguien me lo hace notar. Habernos de alguna manera, no comunicado, los hará revalorizar, como pasa con las cosas perdidas y recuperadas.
Hasta luego, queridos genitales. A los dos gorditos y al flaco. Como diría un viejo tango: “el trío más mentado”.
Chau, nos vemos.
                            Con todo el amor del mundo, el resto del cuerpo y el alma de Cilencio.
  


martes, noviembre 29, 2011

UN VERDADERO CUENTO JAPONÉS.


LA FOTO DE ARRIBA, ME PASÓ LA ÚNICA VEZ QUE DESISTÍ DE UN ENCUENTRO SEXUAL
Rashomon[Cuento. Texto completo] Ryunosuke Akutagawa
Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa1 o nobles con el momiebosh2, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado. En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.
Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.
Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.
Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época Heian.
Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.
La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.
"Para escapar a esta maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo..."
Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón".
Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.
Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.
El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias sobre el primer peldaño.
Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla?
Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.
Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.
Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.
El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.
Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.
Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.
A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.
Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.
Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose.
-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.
La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:
-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.
Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:
-Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.
La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:
-Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para hacer pelucas...
Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:
-Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.
Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.
-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono malicioso y burlón.
De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:
-Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.
Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.
Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.
Abajo, sólo la noche negra y muda.
Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.
FIN

sábado, noviembre 26, 2011

SI NO FUERA POR LA DIFERENCIA,NO HABRÍA PAREJAS, NI HUMANIDAD

ESTE ES UN GRUPITO DE MIS SECRETARIAS, EN ESTOS DÍAS DE CALOR, REFRESCÁNDOSE.


VIVA LA DIFERENCIA    


Muchas  mujeres quieren ser iguales a los hombres. Muchos hombres adoptan costumbres femeninas. A las primeras les dicen feministas. A los segundos los llaman de formas poco afectivas, como gay, maricas, travestis.
Feminista no es un adjetivo que en boca masculina, sea laudatorio. Se lo dice como una especie de insulto. Roza, cuando no forma parte, de la palabra lesbiana. Torti, entre otros términos agresivos, para el vulgo.
Las mujeres no comprenden a los hombres. Estos ni idea tienen de cómo son las mujeres. Los sexos no se comprenden ni un poquito así. Pero ambos se ufanan de saber bien como son sus rivales. Porque en realidad, son rivales. Y mucho. Se viene combatiendo en una guerra cruel -estúpida como todas-, desde cuando hubo un hombre y una mujer en el planeta Tierra. Hasta aquí es un empate. Aunque  ambos bandos creen estar perdiendo.
Ellas dicen ser discriminadas, traicionadas, golpeadas, dominadas, incomprendidas. Y por desgracia, es verdad, además de asesinadas.
Ellos afirman que el enemigo es falso, estúpido, taimado, histérico, infiel, demasiado astuto, incomprensible, sofisticado, entre otros términos poco elogiosos, y al mismo tiempo, contradictorios.
Ellas afirman hacer el amor, y no la guerra. Pero se enamoran de los chicos malos. Del guerrero, del campeón de box, del torero. Sobre todo de quien  no corre detrás de ellas y sí las patea. A quien las persigue, le dicen baboso, entre otros epítetos degradantes. Les piden a ellos que las traten con suma delicadeza, y cuando encuentran uno que hace eso, lo observan con desconfianza, y sospechan de su virilidad. Quieren que las ayuden en lavar los platos y demás tareas del hogar, y si alguien lo intenta hacer, es sacado a empujones de la cocina, porque “molesta”.
Ellos dicen que ellas sólo sirven para la cama y la cocina, pero viven pensando como seducirlas. Trabajan como burros de carga, para tener el auto más caro y la mejor casa posible; van al gimnasio para tener músculos fuertes, y pelean a golpes con otros rivales por el amor de una de ellas, como si esta fuera la única mujer del planeta valiosa, aparte de la mamá de él, claro. Hasta van a la guerra, aunque muertos de miedo, para que ninguna mujer los crea cobardes.
Las féminas abominan de los hombres como especie. –Salvo mi papá, todos son iguales, unos tal por cual- suelen decir en público, pero viven preparándose desde casi la cuna, para amar y ser amada por uno,  para toda la vida. Se visten, se peinan, se maquillan, se llenan de adornos, van al cirujano plástico y hacen dieta hasta llegar a la anorexia, para conquistar al Príncipe azul, soñado desde el primer cuento de hadas que les leyó mamá, la maldita LA CENICIENTA, que es la base del 90 % delcine y la lectura dedicada a las mujeres, ya desde niñas.
Ellos suelen opinar que son demasiado promiscuas, sensuales, provocativas. Afirman su preferencia por las serias. Pero las Pamela Anderson, entre otras profesionales del sexo, los vuelven locos. Tanto como para gastar hasta lo que no tienen, para comprar -mejor dicho alquilar-, sus favores. Mientras tanto las chicas inteligentes y serias, ni son miradas, salvo si adoptan las costumbres y el aspecto de las mujeres alegres y tontas.
Una vez cruzada la línea inteligente-seria - prosti-taradita, ya no las dejan volver, por considerarlas unas p... de m..., unas taradas y reventadas. Esto es considerado así, aunque ellos hubieran hecho esfuerzos inauditos para que crucen la frontera.
Las mal llamadas sexo débil –viven más y son más sanas que sus rivales-, opinan que ellos son un mal necesario, porque peor es nada. -No saben tener ni querer ninguna responsabilidad, cuando se separan, no pasan plata para los hijos y “sólo piensan en eso”- afirman convencidas
Luego de prepararse toda su juventud para casarse  o formar pareja, previo conquistar  tras seria y dura lucha contra sus colegas de sexo, a un peor es nada, lo primero que hacen es comenzar a verle los defectos. Estos no fueron vistos en la etapa del enamoramiento porque no hay peor ciego que quien no quiere ver. Una vez desmembrado el peor es nada, comienzan los planes para el divorcio. ¿Y si no de que vivirían los abogados que no pudieron ingresar en la política?
Pasada esta tan terrible prueba -el casamiento y su posterior divorcio-, dicen -Voy a recomenzar mi vida-. O sea, van a hacer todo igual a la etapa anterior, pero queriendo tomar algunas precauciones.
-Voy a buscar a alguien con los pies sobre la tierra, seguro, maduro-. Acaban atrapando a otro víctima también de pasar problemas similares, con dos hijos que mantener de la anterior pareja.
Si el nuevo candidato fuera como ella espera, ¿por qué diablos se separó de la otra? Mejor dicho... ¿por qué diablos la otra se separó de él?
Pero ella decide que este ya maduró y si le falta algún retoque,  ella lo va a hacer cambiar, para transformarlo ahora sí, en el tan soñado príncipe azul
El príncipe azul -se había prometido no reincidir en formar pareja-, termina cediendo ante la inconmensurable presión de ella y vuelve a cometer el mismo error.
-Es una mujer que sufrió mucho; su ex no supo apreciarla–le cuenta a un amigo, que lo escucha sobrador, diciéndose: -A mí estas cosas no me van a pasar-.
Al año siguiente el otro, le sale de testigo de casamiento. Dos años después, de testigo para el divorcio. Pasados otros dos años, el segundo le presta plata al primero, para tramitar el divorcio nuevo y alquilar un depto de un ambiente.
¿Qué hace ella luego de la segunda debacle? Frena, a veces para siempre, sus ansias de pareja permanente. Se dedica a los hijos y a los dos trabajos para poder mantenerlos.
-Entre mis  dos ex, no aportan casi nada para los chicos- le cuentan a quien quiera oírlas, para desahogar su angustia y odio antihombres. Aunque sin saberlo de manera consciente,  no cejan de dejar un lugarcito en su ilusión,  malherida, pero no muerta, de “rerehacer mi vida de nuevo”.
¿Qué hacen ellos luego del segundo derrumbe? -A mí no me agarran más, son todas iguales, interesadas, astutas, histéricas -le cuentan a un amigo-. Y esta vez suelen decir una verdad. Se dedican a “reventar”en las camas,  todo lo del sexo opuesto que puedan lograr. Claro, siempre y cuando no aparezca otra capaz de hacerles decir
 “-Esta vez sí voy a rehacer mi vida, pero poniendo sobre la mesa todo lo que aprendí sobre los hombres”-, y él termine diciendo “ -La tercera tiene que ser la vencida... Voy a probar de nuevo”. @

miércoles, noviembre 16, 2011

EL SILENCIO BLANCO

LA SEÑORITA DE ARRIBA, AMAPOLA AZUL, UNA DE MIS SECRETARIAS, LA QUE ME VA A COMPRAR LAS PINTURAS. SALVO ESO, NO SABE HACER MÁS NADA, PERO ME CAE SIMPÁTICA, NO SÉ LA CAUSA.
El silencio blanco

Jack London
-Carmen no durará más de un par de días. Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal.
-Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo -dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal-. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Échale una ojeada a Shookum, es...
¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason.
-Conque sí, ¿eh?
Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos.
-Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana.
-Yo añadiré otra apuesta contra ésa -contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse . Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth?
La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y observaban con envidia cada bocado.
-A partir de hoy no habrá más almuerzos -dijo Malemute Kid-. Y tenemos que mantener bien vigilados a los perros... Se están poniendo peligrosos. Si se les presenta oportunidad, se comerán a uno de los suyos en cuanto puedan.
-Y pensar que yo fui una vez presidente de una congregación metodista y enseñaba en la catequesis... -habiéndose desembarazado distraídamente de esto, Mason se dedicó a contemplar sus humeantes mocasines, pero Ruth lo sacó de su ensimismamiento al llevarle el vaso-. ¡Gracias a Dios tenemos té en abundancia! Lo he visto crecer en Tenesí. ¡Lo que daría yo por un pan de maíz caliente en estos momentos! No hagas caso, Ruth; no pasarás hambre por mucho tiempo más, ni tampoco llevarás mocasines.
Al oír esto, la mujer abandonó su tristeza y sus ojos se llenaron del gran amor que sentía por su señor blanco, el primer hombre blanco que había visto..., el primer hombre que había conocido que trataba a una mujer como algo más que un animal o una bestia de carga.
-Sí, Ruth -continuó su esposo, recurriendo a la jerga macarrónica en la que sólo se podían entender-. Espera a que recojamos y partamos hacia El Exterior. Tomaremos la canoa del Hombre Blanco e iremos al Agua Salada. Sí, malas aguas, tempestuosas..., grandes montañas que danzan subiendo y bajando todo el tiempo. Y tan grande, tan lejos, tan lejos... viajas diez jornadas, veinte jornadas, cuarenta jornadas -enumeró gráficamente los días con sus dedos-; siempre agua, malas aguas. Entonces llegas a un gran poblado, mucha gente, tanta como los mosquitos del próximo verano. Tiendas tan altas... como diez, veinte pinos. ¡Hi yu skookum!1

Se detuvo impotente, echándole una mirada suplicante a Malemute Kid, y laboriosamente colocó por señas los veinte pinos, punta sobre punta. Malemute Kid sonrió con alegre cinismo; pero los ojos de Ruth se abrieron con asombro y placer; creía a medias que la estaba engañando, y tal condescendencia halagaba su pobre corazón de mujer.
-Y luego entras en una... caja, y ¡zas!, subes hacia arriba -lanzó su taza vacía al aire para ilustrarlo, y mientras la cogía hábilmente gritó-: Y ¡paf!, bajas de nuevo. ¡Ah, grandes hechiceros! Tú vas a Fuerte Yukón, yo voy a Ciudad Ártica... veinticinco jornadas... Entre los dos cable muy largo, todo seguido... cojo el cable... Yo digo: «¡Hola, Ruth! ¿Cómo estás?»... y tú dices: «¿Eres mi buen esposo?»... y yo digo: «Sí»... y tú dices: «No puedo hacer buen pan, no queda levadura.» Entonces digo: «Mira en el escondrijo, bajo la harina; adiós.» Tú miras y encuentras mucha levadura. Todo el tiempo tú en Fuerte Yukón y yo en Ciudad Ártica. ¡Gran hechicero!
Ruth sonrió tan ingenuamente con el cuento de hadas, que los hombres estallaron en carcajadas. Una pelea entre los perros vino a cortar por lo sano las maravillas de El Exterior, y para cuando separaron a los combatientes, Ruth había amarrado los trineos y estaba lista para el camino.
-¡Arre! ¡Baldy! ¡Arre!
Mason restalló diestramente el látigo y, mientras los perros aullaban débilmente en sus correas, abrió la marcha tirando de la vara del trineo. Ruth lo seguía con el segundo grupo de perros, dejando a Malemute Kid, que la había ayudado a partir, cerrar la marcha. Un hombre fuerte, una bestia, capaz de derrumbar a un buey de un golpe, no podía soportar pegar a los pobres animales, y los mimaba como raramente hace un conductor de perros..., es más, casi lloraba con ellos en su miseria.
-¡Venga, adelante, pobres bestias doloridas! -murmuró, después de varios intentos infructuosos por arrancar. Pero su paciencia se vio recompensada al fin, y, aunque gimiendo de dolor, se apresuraron a reunirse con sus compañeros.
Ya no hubo más conversación; la dificultad del camino no permite tales lujos. Y entre todas las faenas, la de la ruta del Norte es la peor. Dichoso el hombre que puede soportar una jornada de viaje a base de silencio, y eso en una ruta ya abierta. Pues de todas las descorazonadoras tareas, la de abrir camino es la peor. A cada paso las grandes raquetas se hunden hasta que la nieve llega a la altura de las rodillas. Luego, hacia arriba, derecho hacia arriba, pues la desviación de una fracción de pulgada es anuncio cierto del desastre; la raqueta se eleva hasta que la superficie queda limpia; luego adelante, abajo, el otro pie se eleva perpendicular a media yarda. El que lo intenta por primera vez puede sentirse feliz, si evita colocar las botas en esa peligrosa cercanía y caer sobre la traicionera superficie, se rendirá exhausto después de cien yardas; el que puede mantenerse alejado de los perros por un día entero puede muy bien meterse en su saco de dormir con la conciencia tranquila y un orgullo fuera de toda comprensión. Y el que viaja veinte jornadas sobre la larga ruta es un hombre que merece la envidia de los dioses.
La tarde pasó, y con el respeto nacido del silencio blanco, los silenciosos viajeros se aplicaron a su trabajo. La naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud -el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo-, pero la más tremenda, la más sorprendente de todas es la fase pasiva del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio, y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz. Única señal de vida que viaja a través de las espectrales inmensidades de un mundo muerto, tiembla ante su propia audacia, se da cuenta de que su vida no vale más que la de un gusano. Surgen extraños pensamientos no llamados, y el misterio de todas las cosas pugna por darse a conocer. Y el temor a la muerte, a Dios, al universo, se apodera de él, la esperanza en la resurrección y la vida, su deseo de inmortalidad, la lucha vana de la esencia aprisionada. Entonces, si alguna vez ocurre, el hombre camina solo con Dios.
Así pasó lentamente el día. El río trazaba un gran meandro y Mason dirigió su partida hacia él a través del estrecho cuello de tierra. Pero los perros retrocedieron ante la empinada ribera. Una y otra vez, a pesar de que Ruth y Malemute Kid empujaban el trineo, resbalaban de nuevo hasta el fondo. Entonces vino el esfuerzo supremo. Las miserables criaturas, debilitadas por el hambre, reunieron sus últimas fuerzas. Arriba, arriba... El trineo se detuvo en la cima de la ladera, pero el perro que iba a la cabeza giró toda la reata hacia la derecha, enredando las raquetas de Mason. El resultado fue desastroso. Mason cayó de repente al suelo; uno de los perros se derrumbó sobre sus arneses; y el trineo se volcó hacia atrás, arrastrando de nuevo todo hasta el fondo.
¡Zas! El látigo cayó sobre los perros salvajemente, sobre todo en el que había tropezado.
-¡No, Mason! -suplicó Malemute Kid-. El pobre diablo no puede más. Espera y engancharemos mis perros.
Mason retuvo el látigo intencionadamente hasta que se apagó la última palabra, entonces restalló el largo látigo, rodeando completamente el cuerpo de la criatura culpable. Carmen -porque de Carmen se trataba- se agazapó en la nieve, lloró lastimosa y se volvió sobre el costado.
Era un momento trágico, un patético incidente del camino: un perro agonizante y dos compañeros enfurecidos. Ruth miró ansiosamente de un hombre al otro. Pero Malemute Kid se contuvo, aunque había un mundo de reproche en sus ojos, e inclinándose sobre el perro cortó las correas. No pronunciaron ni una palabra. Ataron a los perros en doble hilera y superaron la dificultad; los trineos estaban de nuevo en camino, con el perro moribundo arrastrándose detrás. Mientras el animal pueda viajar no se le sacrifica, se le ofrece esta última oportunidad, arrastrarse hasta el campamento si puede, con la esperanza de que allí se mate un alce.
Arrepentido ya de su ataque de ira, pero demasiado terco para enmendarse, Mason faenaba a la cabeza de la cabalgata, sin imaginarse que el peligro flotaba en el aire. La leña caída se apilaba densamente en el protegido suelo, y a través de ella se abrieron paso. A cincuenta pies o más del camino se alzaba un alto pino. Durante generaciones había permanecido allí, y durante generaciones el destino había tenido este único fin previsto. Quizás se había decretado lo mismo para Mason.
Se agachó para atarse el cordón del mocasín. Los trineos se detuvieron y los perros se tumbaron en la nieve sin un gemido. La quietud era extraña; ni un soplo hacía crujir el bosque cubierto de escarcha. El frío y el silencio del espacio habían helado el corazón y apagado los temblorosos labios de la naturaleza. Un suspiro latió en el aire. No lo oyeron, más bien lo sintieron, como la premonición de un movimiento en el vacío inmóvil. Entonces el gran árbol, cargado con su peso de años y nieve, representó su papel en la tragedia de la vida. Oyó el estrépito de advertencia e intentó saltar, pero, casi en pie, recibió el golpe de lleno en el hombro.
El súbito peligro, la muerte repentina... ¡Cuán a menudo se había enfrentado a ella Malemute Kid! Las ramas del pino aún temblaban mientras daba órdenes y entraba en acción. Tampoco se desmayó ni elevó la voz en lamentos inútiles la muchacha india, como podían haber hecho sus hermanas blancas. Cumpliendo las órdenes del hombre, echó su peso sobre el extremo de una palanca improvisada, aliviando el peso y escuchando los gemidos de su esposo, mientras Malemute Kid atacaba el árbol con el hacha. El acero repicaba alegremente al morder el tronco helado, cada golpe acompañado por una respiración audible y forzada, el «¡huh!» «¡huh!» del leñador.
Al fin Kid tendió sobre la nieve a la lastimosa criatura que una vez fuera hombre. Pero peor que el dolor de su compañero era la muda angustia reflejada en la cara de la mujer, la mirada mezcla de esperanza y desesperación. Se cruzaron pocas palabras. Los de las tierras del Norte aprenden pronto la futilidad de las palabras y el valor inestimable de los hechos. Con la temperatura a sesenta y cinco bajo cero, un hombre no puede permanecer tumbado en la nieve por muchos minutos y sobrevivir. Por tanto, cortaron las correas del trineo y tendieron a la víctima, envuelta en pieles, en un lecho de ramas. Ante él ardía un fuego, hecho de la misma madera que había provocado la desgracia. Detrás de él, y cubriéndolo parcialmente, estaba extendido un toldo primitivo, un trozo de lona que captaba las radiaciones de calor y las devolvía hacia él, un truco que conocen los hombres que estudian física en sus fuentes.
Los hombres que han compartido su lecho con la muerte saben cuándo les llama. Mason estaba terriblemente machacado. El examen más superficial así lo revelaba. Tenía rotos el brazo derecho, la pierna y la espalda; sus miembros estaban paralizados desde las caderas; y la probabilidad de heridas internas era grande. El único signo de vida era un gemido ocasional.
Ninguna esperanza; no había nada que hacer. La noche implacable se deslizó lentamente sobre ellos. Ruth sufría con el desesperado estoicismo de su raza, y nuevas arrugas acudían al rostro de bronce de Malemute Kid. De hecho, Mason sufría menos que ninguno, pues estaba al este de Tenesí, en las grandes montañas Smokey, reviviendo escenas de su niñez. Y lo más patético era la melodía de su ya olvidado nativo dialecto sureño, mientras deliraba sobre las charcas en que nadaba, las cazas de mapache y robos de sandías. A Ruth le sonaba a chino, pero Kid comprendía, y sentía, sentía como sólo puede sentir alguien aislado durante años de la civilización.
La mañana devolvió la consciencia al hombre postrado, y Malemute Kid se inclinó sobre él para captar sus susurros.
-¿Recuerdas cuando nos encontramos en el Tanana, hará cuatro años en el próximo deshielo? No me importaba mucho entonces. Creo más bien que era bonita, y había un toque de emoción en todo ello. Pero, sabes, he llegado a tenerle un gran afecto. Ha sido una buena esposa para mí, siempre a mi lado en las dificultades. Y cuando llega la hora de comerciar, no hay otra igual. ¿Recuerdas aquella vez que disparó a los rápidos de Moosehorn para sacarnos a ti y a mí de esa roca, y las balas azotaban el agua como granizo? ¿Y cuando el hambre en Nukluyeto? ¿O cuando se adelantó al deshielo para traernos la noticia? Sí, ha sido una buena esposa para mí, mejor que la otra. ¿No sabías que antes estuve casado? Nunca te lo dije, ¿verdad? Pues lo ensayé otra vez, en Estados Unidos. Por eso estoy aquí. Habíamos crecido juntos. Me vine para. darle una oportunidad de que le concedieran el divorcio. Lo consiguió.
»Pero eso no tiene nada que ver con Ruth. Pensé en recoger todo y salir para El Exterior el año que viene, ella y yo, pero es demasiado tarde. No la mandes de nuevo con su gente, Kid. Es muy duro tener que volver. ¡Piénsalo! Casi cuatro años a base de nuestra tocineta, judías, harina y fruta seca, y volver a su pescado y caribú. No es bueno que haya conocido nuestras costumbres, llegar a ver que son mejores que las de su pueblo, y luego volver a ellas. Cuida de ella, Kid, ¿lo harás? No, no lo harás. Tú siempre la eludiste. Y nunca me dijiste por qué viniste a estas tierras. Sé bueno con ella, y mándala a Estados Unidos en cuanto puedas. Pero arréglalo de manera que pueda volver, quizás eche esto de menos.
»Y el niño... Nos ha acercado más, Kid. Espero que sea un chico. ¡Piénsalo! Carne de mi carne, Kid. No debe quedarse en este país. Y, si es una chica, pues tampoco. Vende mis pieles; conseguirás al menos cinco mil, y tengo otras tantas en la compañía. Y administra mis intereses junto con los tuyos. Creo que se resolverá la demanda del tribunal. Cuida de que reciba una buena educación; y Kid, sobre todo, no le dejes volver. Este país no es para hombres blancos.
»Soy un hombre perdido, Kid. Tres o cuatro jornadas más a lo sumo. ¡Ustedes deben seguir! Recuerda, es mi mujer, es mi hijo... ¡Dios mío! ¡Espero que sea un chico! No puedes permanecer a mi lado... Y yo, un moribundo, te ordeno seguir.
-Dame tres días -suplicó Malemute Kid-. Puedes mejorar; algo puede pasar.
-No.
-Sólo tres días.
-Deben seguir.
-Dos días.
-Son mi mujer y mi hijo, Kid. Tú no lo pedirías.
-Un día.
-¡No, no! Te ordeno...
-Sólo un día, lo podemos ahorrar de la comida, y quizás mate un alce.
-No. Bueno, un día, pero ni un minuto más. Y Kid, no, no me dejes solo para enfrentarme a ella. Sólo un disparo, un apretón de gatillo. Tú lo entiendes. ¡Piénsalo! ¡Carne de mi carne, y no viviré para verle!
»Mándame a Ruth. Quiero despedirme y decirle que piense en el niño y que no espere a que me muera. De lo contrario, podría negarse a marchar contigo. Adiós, amigo, adiós.
»Kid, quería decir... Cava un hoyo por encima de la señal, cerca de la falla. Saqué unos cuarenta centavos de oro con mi pala allí.
»Y ¡Kid! -se agachó aún más para oír sus últimas palabras, la rendición del orgullo de un moribundo-. Siento lo de..., ya sabes..., lo de Carmen.
Dejó a la muchacha llorando suavemente sobre su hombre. Malemute Kid se puso la parka y las raquetas de nieve, guardó el rifle bajo el brazo y silenciosamente salió al bosque. No era ningún novato en las severas penas de las tierras del Norte, pero nunca se había enfrentado a un problema como éste. En lo abstracto estaba claro, tres posibles vidas contra una ya condenada. Pero dudaba. Durante cinco años, hombro con hombro, en los ríos y en los caminos, en los campamentos y en las minas, haciendo frente a la muerte por congelación, inundaciones y hambre, habían atado los lazos de su compañerismo. Tan apretado era el nudo, que a menudo se había dado cuenta de unos vagos celos de Ruth, desde la primera vez que entró entre ellos. Y ahora tenía que cortarlo con sus propias manos.
Aunque rezó por un alce, un solo alce, toda la caza parecía haber abandonado la tierra, y el anochecer halló al hombre exhausto, arrastrándose hacia el campamento, con las manos vacías y un gran peso en el corazón. Un alboroto de los perros y los gritos agudos de Ruth le hicieron apresurarse.
Al irrumpir en el campamento, vio a la muchacha, en medio de la jauría aullante, golpeando con el hacha. Los perros habían roto el férreo mandato de sus dueños y devoraban la comida. Se unió a la contienda con la culata del rifle, y el antiguo proceso de la selección natural tuvo lugar de nuevo con la brutalidad de aquel primitivo ambiente. Rifle y hacha subían y bajaban, acertaban o fallaban con una regularidad monótona; cuerpos elásticos destellaron, con ojos salvajes y fauces babosas; y hombre y bestia lucharon por la supremacía hasta el más amargo término.. Luego, las apaleadas bestias se arrastraron hasta el borde de la luz de la hoguera, lamiéndose las heridas, elevando sus quejas a las estrellas.
Habían devorado toda la provisión de salmón seco, y quizás quedasen cinco libras de harina para sostenerlos a lo largo de doscientas millas de páramos. Ruth regresó junto a su esposo, mientras Malemute Kid cortaba en pedazos el cuerpo caliente de uno de los perros, cuyo cráneo había sido aplastado por el hacha. Guardó cada trozo cuidadosamente, excepto la piel y las entrañas, que echó a los que momentos antes fueran sus compañeros.
La mañana trajo nuevos problemas. Los animales se volvían unos contra otros. Carmen, que aún se aferraba a su delgado hilo de vida, acabó devorada por la jauría. El látigo cavó sin miramientos sobre ellos. Se agachaban y aullaban bajo los golpes, pero se negaron a dispersarse hasta que el último miserable trozo hubo desaparecido: huesos, piel, pelo, todo.
Malemute Kid realizó sus tareas, escuchando a Mason que estaba de nuevo en Tenesí, pronunciando discursos enredados y violentas exhortaciones a sus hermanos de otros tiempos.
Aprovechando los pinos cercanos, trabajó rápidamente, y Ruth lo observó mientras construía un escondrijo parecido a los que a veces utilizan los cazadores para guardar la carne fuera del alcance de lobos y perros. Una tras otra dobló las copas de los pinos pequeños acercándolas casi hasta el suelo y atándolas con correas de piel de alce. Entonces sometió a golpes a los perros y los amarró a dos de los trineos, cargando éstos con todo menos las pieles que cubrían a Mason. Las envolvió y sujetó con fuerza en torno a su cuerpo, atando cada extremo de sus vestimentas a los pinos doblados. Un solo golpe con el cuchillo de caza enviaría el cuerpo a lo alto.
Ruth había recibido la última voluntad de su esposo y no ofreció resistencia. ¡Pobre muchacha, había aprendido bien la lección de obediencia! Desde niña se había inclinado y había visto a todas las mujeres inclinarse ante los señores de la creación, y no parecía natural que una mujer se resistiera. Kid le permitió una sola expresión de dolor, mientras besaba a su esposo (su pueblo no tenía esa costumbre), luego la condujo al primer trineo y la ayudó a ponerse las raquetas de nieve. Ciega, instintivamente, tomó la vara y el látigo y azuzó a los perros hacia el camino. Entonces volvió junto a Mason, que había entrado en coma, y, mucho después de que ella se perdiera de vista, agazapado junto al fuego, esperando, deseando, rezando para que muriera su compañero.
No es agradable estar solo con pensamientos lúgubres en el silencio blanco. El sonido de la oscuridad es piadoso, amortajándole a uno como para protegerle, y exhalando mil consuelos intangibles: pero el brillante silencio blanco, claro y frío bajo cielos de acero, es despiadado.
Pasó una hora, dos horas, pero el hombre no moría. A media tarde el sol, sin elevar su cerco sobre el horizonte meridional, lanzó una insinuación de fuego a través de los cielos, y rápidamente la retiró. Malemute Kid se levantó y se arrastró al lado de su compañero. Lanzó una mirada a su alrededor. El silencio blanco pareció burlarse y un gran temor se apoderó de él. Sonó un disparo agudo: Mason voló a su sepulcro aéreo, y Malemute Kid obligó a los perros a latigazos a emprender una salvaje carrera mientras huía veloz sobre la nieve.
Juiceman II